La Túnica Palmaria

martes, 20 de marzo de 2012

“Teoría Queer y el Deseo como Máquina de Guerra”



Ludditas Sexxxuales

”Las maritrans, de pequeñas, cuando se les pregunta qué quieren ser de mayor, deberían todas responder: ‘Quiero ser bollera, maricón, transex. Quiero llegar a convertirme en un sujeto político real, capaz de intervenir en la sociedad desde mi ser lesbiano. Me importa una mierda si, luego, la inercia de las cosas me lleva a ser bombero o DJ: esto es accidental. De mayor me encantaría llegar a la plenitud y vivir solidariamente la marica que llevo dentro. Si en algún momento de mi vida olvido esto y me convierto en taxista con prácticas sodomitas, en abogada comechochos, en bombero travesti y acabo pensando que mi vida sexual es privada y que lo verdaderamente socializable y público es todo cuanto depende de familiares, entonces habré dejado en la cuneta a la lesbiana marica estupenda que aún no soy pero me encantaría llegar a ser de mayor’”

Paco Vidarte. Ética Marica

La teoría queer no constituye una teoría sistemática, sino que denomina un ámbito crítico que surge en el contexto del feminismo radicalizado, según nuestra lectura, como contestación a las políticas identitarias y de normalización de los movimientos LGTB y de algunos feminismos.
La previa…
Si bien el término “queer” en su acepción académica tal como se usa hoy -o casi- habría surgido con un texto de la filósofa feminista Teresa de Lauretis (Queer Theory: Lesbian and Gay Sexualities, 1991), hay quienes sostienen que fue la activista lesbochicana Gloria Anzaldúa la que acuñó su utilización en su libro Borderlines (luego hablaremos acerca de qué significa “queer” en inglés). Si bien de Lauretis rápidamente abandona el concepto por advertir su cooptación académica, en los años 90, “queer” se proponía como afiliación política contra la vieja guardia de gays y lesbianas que deseaban, y aún hoy desean, ser normales, ser iguales, ser como heterosexuales. A su vez, la filósofa feminista Judith Butler, en su libro Cuerpos que importan (1993), señala que “El término queer fue precisamente el punto de reunión de las lesbianas y varones gays más jóvenes…y, en otro contexto de heterosexuales y bisexuales para quienes expresa una filiación antihomofóbica.”
Lo cierto es que queer no puede ser abordado sin traer al presente el pensamiento tanto de Michel Foucault como de Monique Wittig. En el caso de Foucault, estamos hablando más exactamente del primer volumen de su Historia de la sexualidad (1976), poderoso instrumento conceptual para desnaturalizar la noción de identidad sexual que venían trabajando no solo el feminismo radical sino también los movimientos homosexuales. Desde la perspectiva foucaultiana, las categorías sexuales constituyen productos de constelaciones específicas de saber/ poder. Foucault explica no solo cómo el poder no se limita a reprimir, sino que se dedica a producir y moldear cuerpos y subjetividades (y también deseos); y así encarna en prácticas y discursos anclados en la cotidianidad. El poder, según este autor, no constituye un régimen exterior al sujeto; por el contrario el propio sujeto al que se nos invita a liberar es un efecto del poder disciplinario (o su producción más lograda).
Por su parte, la filósofa francesa lesbofeminista Monique Wittig se refiere a la heterosexualidad en su texto “El pensamiento heterosexual” (The straight mind, 1978) como un régimen político “que involucra una interpretación totalizadora a la vez de la historia, de la realidad social, de la cultura, del lenguaje y de todos los fenómenos subjetivos, y una tendencia a universalizar su producción de conceptos”, en tanto y en cuanto como lengua mayoritaria, hegemónica y dominante, solo se puede hablar bajo sus propios términos (un ejemplo de esto sería las formas de homoparentesco, única manera de alojar nuestros deseos de cuidado, protección y abrigo ante las inclemencias de la vida). Este pensamiento hetero está fundando en la necesidad ontológica de construcción del “otro diferente”: la diferencia esencial entre sexos construye, entonces, a la mujer como el otro diferente del varón (que viene a ser la norma). De allí que, “la mujer” no tiene sentido más que en los sistemas heterosexuales de pensamiento y en el heterocapitalismo (por eso, el dictum de Wittig: “las lesbianas no son mujeres”, aunque en la actualidad, las vemos marchar orgullosas en losGay Pride con cochecitos de bebé, reivindicando su derecho a la maternidad para horror, espanto y vilipendio del lesbofeminismo radical de los 70).
En 1987, siguiendo los lineamentos de Foucault, Teresa de Lauretis, incorpora la noción de tecnologías del género para referirse al género como ideal regulatorio de poder que construye materialmente los cuerpos, mediante una serie de tecnologías biomédicas, semióticas, literarias, audiovisuales, etc: “Si las representaciones de género vehiculizan significados que sancionan posiciones sociales diferentes, entonces el representar o el representarse como varón o mujer implica la asunción del conjunto de estos efectos de sentido”. A partir de esta noción de género, es que los cuerpos se sexuan biomédicamente, se generizan, adquieren unas ciertas sexualidades, obtienen visibilidad social, etc.
Unos años más tarde, en 1990, Judith Butler publica lo que será un big bang dentro de la filosofía feminista. Se trata del libro El género en disputa, donde se refiere al género como un efecto performativo de actos reiterativos mediante los cuales éste se define. Para ella, no existe nada auténtico en relación con él, ni una identidad de género detrás de sus expresiones. Por el contrario, son las propias actuaciones performativas las que producen, en su repetición ritualizada, el efecto-ilusión de una esencia natural, de una cadena causal entre sexo y género sobre la que se funda la matriz de inteligibilidad heterosexual.
Post-post-post
A partir de todo lo dicho, la teoría queer propone un giro post-identitario que cuestiona la idea de identidad en tanto categoría o asignación fija, coherente y natural. De hecho, fue Michel Foucault quien declaró que no se trata de descubrir o liberar quiénes somos (salir del closet) sino de resistir la norma y los modelos de asimilación, en nuestro lenguaje, heterocapitalistas, para poder analizar cómo llegamos a ser lo que somos. Es decir, un desplazamiento fuera de la esencia del ser u ontología.
Entonces, queer designa no una clase de patologías o perversiones previamente decodificadas por los biopoderes, que la buena mente y consciencia política se encargaría de desestigmatizar -pacificando en ese gesto su revulsividad monstruosa- y retirar de los manuales de psiquiatría mediante el lobby internacional de derechos humanos, sino un horizonte de posibilidades que en principio no pueden ser ni previa ni aprioristicamente delimitado, pero que sí comparten ciertos presupuestos epistemológicos radicales por fuera de todo modelo de asimilación heteronormal: ni matrimonio, ni parentesco, ni monogamia, ni pareja, ni amor romántico, ni trabajo formal, a riesgo de dejar de funcionar como queer. Si es que viene a ser algo, queer sería un hacer renovador, un verbo afilado, una acción lapidaria que no puede nunca quedarse quieta, puesto que es nómade, fugitiva y criminal, y atenta en cada acto contra la generización esencialista intrínseca a cualquier identidad que conformemos (sea de la especie que sea).
En tal sentido, queer no constituye una identidad -vinculada con el reconocimiento y éste, con el narcisismo-, sino que se trata de un devenir, una zona o plataforma móvil de productivización sexo-afectiva micropolítica disidente minoritaria y marginal.
Los gorriones de París
En este punto, los aportes de la filosofía del devenir de Gilles Deleuze y Félix Guattari, como así también su nueva conceptualización del deseo, son de la partida a la hora de entender no tanto qué quiere decir “queer”, sino más bien cómo funciona. Con la publicación del Anti-Edipoen 1972, y de Mil Mesetas en 1980, ambos autores plantean una crítica crucial al psicoánalisis e impulsan una nueva forma de pensar no solo el deseo y el inconsciente, sino la identidad. Para estos filósofos, las identidades siempre son mayoritarias, sujeción del desarrollo de nuestra potencia de vida a los deseos y formas propias de esa identidad que se nos incorpora en el sentido etimológico de la palabra (se nos hace cuerpo). El yo personal no permite, entonces, que prolifere en él nada que no sea acorde con dicha identidad, aprisionando la vida en el mismo movimiento. De allí que Deleuze y Guattari propongan líneas de fuga o devenires, es decir, la ruptura de las líneas duras del ser. Los devenires son siempre minoritarios, ya que no están guiados por identidades. A fines de escapar a las reterritorializaciones antivitales que producen las lógicas identitarias fundadas en la taxonomía arístotélica, Deleuze toma los argumentos de Spinoza acerca de las potencias. La pregunta fundamental de la Ética de Spinoza, dice Deleuze, es ¿qué puede un cuerpo?Nunca se puede saber lo que un cuerpo puede antes de la experiencia, porque un cuerpo no está definido por la pertenencia a una especie, sino por los afectos de los que es capaz, por el grado de su potencia.
A diferencia del discurso del psicoanálisis iniciado por Freud y continuado por Lacan, que concibe el inconsciente como teatro, y el deseo como pulsión primaria natural preconsciente, prediscursiva, auténtica, reprimida, y como falta o carencia; la perspectiva esquizoanalítica de D&G entiende al inconsciente como fábrica y al deseo como máquina. Es decir, el deseo es producido, no representado como dirían los policías psi. Se trataría entonces de un agenciamiento de heterogéneos que no comporta carencia alguna, y no de un dato natural. El deseo es un proceso, no una estructura; es un afecto, no un sentimiento; es acontecimiento, no cosa o persona; y especialmente implica la constitución de un campo de inmanencia (que Deleuze llama “cuerpo sin órganos”), que se define por zonas de intensidad, umbrales, gradientes y flujos en la puesta en juego de un lenguaje surreal que venga a decir de maneras distintas en un intento por realizar cosas distintas.
Haciéndose eco de las ideas de D&G, el poeta, ensayista, activista y puto Néstor Perlongher, muy tempranamente, en Sudamérica, hizo un llamamiento a liberar no a los homosexuales (lógica indentitaria), sino a la homosexualidad, en tanto devenir deseante que habita en cada culo. En un ensayo titulado “El sexo de las locas” de 1984, Perlongher invitaba a un devenir de la sexualidad fuera del modelo politicamente correcto del gay y de sus enclaves disciplinarios normalizados. No en vano conoció a la Felicia Guattari en tierras brasileras durante su exilio sexual de la Argentina, en 1982.
Entonces, entendemos lo queer como agenciamiento de minorías sexuales radicales, de disidentes sexo-afectivos, de objetoras de género, que tuvo la capacidad de articular y resonar una proliferación de prácticas por fuera de los marcos institucionales, ya sea externos como internalizados. Como tal, se opuso fuertemente a los límites de las viejas formas de hacer política -no mediante acuerdos del tipo programa-. Asimismo, cuestionó sin retorno la regulación de las sexualidades mediante el matrimonio, la familia, la pareja, la crianza, la monogamia, la salud (que no es la vitalidad). Aquellxs que luchan y bregan por los derechos civiles igualitarios LGTB constituyen hoy la reterritorialización más aguda de los valores cívico-cuidadanos del HeteroCapitalismo Global Integrado, reflujo fortificado por la noción ecuménica de un ser-politicamente-correcto gracias a las indentidades.
Queer ha salido al cruce del aliado cool gay de la heteronorma, cual barba travesti amanecida que desea continuar siendo prostituta, como varoncito puto inclasificable que le gusta chuparle la pija a sus amigos pero también la conchita a sus amigas, como promiscuo barebacker, como forma-de-vida-sexual inclasificable más deseante que deseable. Es decir, como el sucio secreto que los primos G&L prefieren ocultar para poder ingresar a un lugar que por lo menos es -sino horripilante- anodino, llamado normalidad, y de cuya cárcel tantxs heterosexuales se han urgido por escapar. Tal como temíamos, el enemigo está también en nuestros propios aliados, en nosotrxs mismxs, en esa insistente rencarnación de los modelos dominantes que encontramos en nuestras propias actitudes de vida en las más diversas ocasiones.
De hecho, a lo largo de su obra ya sea individual o en colaboración, Guattari explica que “la nueva fase del capitalismo” (llamado cultural o cognitivo) “se caracteriza por la producción de subjetividad” (subjetividad heterocapitalistica, en nuestro idioma). Todo lo que es producido por este modo de subjetivación no es solo una cuestión de ideas o significaciones o de modelos de indentidad, sino que se trata de sistemas de conexión directa entre las grandes máquinas productivas, las de control social, y las instancias psíquicas que definen la manera de percibir el mundo: “La producción de subjetividad constituye la materia prima de toda y cualquier producción”. La infantilización de los cuerpos o formas-de-vida conforma una función económica de la subjetividad heterocapitalística, donde el Imperio piensa y organiza por nosotrxs la vida social, en relación con la mente hetero que planteaba Wittig, tal como un padre (o madre), en el orden del parentesco familiarista edípizante, organiza y administra todos los asuntos del niño o la niña: por su propio Bien.
Puteame que me gusta o pegame y llamame queer.
La palabra queer se ha utilizado en el contexto angloparlante como insulto contra gays y lesbianas, dado que constituye una injuria que designa a determinados cuerpos como patológicos, abyectos y anormales, y los escinde de la esfera pública. A finales de los años 80, numerosos grupos de activistas se apropian de esta injuria (queer en inglés viene a querer decir algo así como freak más gay), para autodenominarse, e invierten su sentido estigmatizante y lo vuelven su lugar de enunciación política. Así surge un nuevo tipo de activismo concomitante con la crisis del SIDA especialmente expresado en colectivos tales como ACT-UP y Queer Nation, que optan por una política confrontativa. No obstante, cuando la palabra es ocupada por lxs no angloparlantes se pierden su densidad semántica, su choque político y espistemológico.
Sin embargo, queer podría ser entendido como una manera de mirar el mundo, un punto epistemológico crítico de acción hic et nunc. En su presupuesto de origen, queer por un lado debe estar en permanente fuga puesto que objeta la jerarquización de las identidades candidateables a la normalidad y teme la re-ontologización de las esencias; por el otro, habita como discurso en ciertas latitudes paupérrimas donde ni siquiera existe lo LGTB. De ese modo, nos encontramos frente a la encrucijada: ya sea que sigamos utilizando este término a sabiendas de que ha sido completamente asimilado como significante por aquello que -tal como denunció Teresa de Lauretis- venía a combatir, ya sea que pasemos una y otra vez por la fallida experiencia LGTB -cual marxistas del género- hasta que nuestras comunidades sexuales más lumpen puedan ser burguesas del culo o del género y así hacer la revolución proletaqueer.
De allí que el filósofo activista y maricón recontra, Paco Vidarte proponga, frente a los repliegues politicamente correctos y acomodaticios del modelo gay, pero en brutal violencia contra el régimen heterosexual, una política anal (órgano abyecto que cualquier cuerpo porta independientemente de su bioasignación médico-jurídica) que consiste en, parafraseándolo, “meter en el culo todo aquello que cae en su proximidad y hacia afuera tirar pedos y mierda”.
Queer también tuvo algo que decirle al feminismo tradicional que confía en trabajar dentro de los marcos del Estado y sus legalidades, así convirtiéndolo una vez más en un interlocutor válido y reortorgándole un poder que el Estado ha ido perdiendo en la competencia contra otras instituciones, como la industria farmacopornográfica. Allí, queer revisó lo mejor del feminismo radical sexual de la mano de Gayle Rubin y de Pat Califia en sus primeras manifestaciones, cuando conformaron el grupo lésbico sadomaso Samois y se trenzaban en despiadadas batallas contra las pontificantes y mojigatas Andrea Dworkin y Nancy McKinnon, para encontrar la manera de aliar cuerpos-márgenes: prostitutas de todo sexo y color, migrantes, yonquis, travestis y transgéneros, indixs y locxs. Es decir, los malos e indóciles sujetos de las políticas sexuales que no dejan dormir en paz al bebé concebido con la costosa inseminación artificial de la amorosa pareja lésbica profesional blanca y exitosa, que se ha casado por civil para poder heredarse los bienes de la propiedad privada obtenidos en cargos gerenciales como periodistas clasificadas.
Acabando
No son los temas del queer lo que han fracasado, sino su nombre que sin nostalgia puede ser dejado atrás, puesto que como tantos otros, ya no quiere decir nada (sea que le pongamos queer, cuir, kuir, o lo que queramos), para poder devenir en manada. Ni la integración voluntaria al sistema, ni la pugna por una vida mejor y más cómoda dentro de él, es decir, el reconocimiento de derechos que son siempre privilegios; sino la creación de nuevas cartografías en el mapa del control, lejos de las coordenadas psicofísicas del Imperio del Heterocapitalismo. En vez de ser aceptadas como buenas o malos, estimular nuestras potencias para generar situaciones, estados de excepción que perduren por el mayor tiempo posible, intensidades, densificaciones, donde el acontecimiento y la presencia sean inmunes a esa aceptación porque han sido contagiados con el virus del deseo antiheteronorma. Siguiendo a Emma Goldman en La Tragedia de la Emancipación de la Mujer, ahora hay que emanciparse de la emancipación.

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